sábado, 24 de septiembre de 2011

Ha vuelto el frío...



Ha vuelto el frío.
El invierno se huele en el aire.
Cuervo sobrevuela en silencio las copas desnudas del Mundo Bosque.
Se siente viejo, cuando vuelve el frío. El invierno es una estación vieja, cansada, cargada de recuerdos. Demasiados recuerdos, demasiados inviernos.
Al pasar por un claro, una columna de humo oscuro sube a recibirlo. Humo de leña. Alguien ha encendido un fuego allí abajo. También huele a comida, un olor apetitoso y nauseabundo a la vez.
No es la primera vez que Cuervo huele ese guiso. Conoce a la persona que está cocinando en el claro. La conoce desde hace mucho, casi tanto como a sí mismo. Nunca fue muy buena cocinera…
Ahí está, en la puerta de su vieja cabaña despintada. Una maraña de pelos blancos corona la cabeza huesuda. Los ojos también se han vuelto pálidos, como si las nubes que empiezan a cubrir el cielo se hubieran quedado pegadas a ellos.
Ah, pero antes era tan hermosa…
Cuervo se detiene en una rama alta, justo al borde del claro, observándola sin ser visto, observando como remueve el contenido del caldero mientras canturrea, murmura y se ríe entre dientes.
Tan diferente…
La primera vez que la vio los dos eran mucho más jóvenes. Ella más, claro. Cuervo se pregunta si ha sido realmente joven alguna vez. Aunque su aspecto físico no cambie como el de ella con el paso del tiempo, aunque siga siendo el mismo Cuervo que, una vez, al principio, sacó al mundo del barro, y luego le dio la luz, y el color, y la gente, y los peces, y todas las cosas… a pesar de todo, Cuervo siente que siempre ha sido muy viejo. La más vieja de todas las criaturas. Sobre todo al llegar el invierno.
Pero entonces los dos eran muy jóvenes.
Cuervo vestía su forma humana, un cuerpo ágil, flexible, color de sol. Un cuerpo vivo y fácil de llevar. Los ojos, dos charcos de noche sin estrellas, y unas plumas negras adornando la larga cabellera oscura.
Estaba muy orgulloso de su forma humana. Le gustaba pasearse por el Mundo Bosque, pavonearse por los mercados en los árboles y por los campamentos de los viajeros, sabiéndose observado y admirado por muchos ojos de largas pestañas y miradas de miel, saber todo lo que en realidad querían decir aquellas sonrisas luminosas, aquellos labios tan rojos.
Ay, las largas pestañas. Ay, los labios rojos, ay, las miradas de miel.
Cuervo era muy enamoradizo entonces. Aunque le cueste admitirlo, aún lo sigue siendo. Tantas sonrisas luminosas, tantos cuerpos preciosos que abrazar…
Pero la primera vez que vio a la joven Yaga sintió que ya no le importaban nada todas las demás miradas de miel, todas las largas pestañas, y los labios rojos, todas las sonrisas luminosas y los preciosos cuerpos que abrazar.
Ya no quería que nadie más le mirase. Solo ella.
La joven Yaga era una nube de color puro, danzando junto al fuego del campamento. La llama de sus cabellos hablaba de la sangre de Zorro que corría por sus venas. En sus ojos dorados pudo ver la mirada de Lobo. Vestía una falda de remiendos, y una camisa bordada, y un pañuelo verde adornado con monedas y cascabeles le ceñía las caderas, tintineando.
La joven Yaga olía a flores.
Incluso desde donde estaba, del otro lado del campamento, en la fría oscuridad detrás de la hoguera y de la danza, Cuervo podía sentir su perfume salvaje. Yaga lo vio, aunque él intentaba ocultarse entre la gente, y al verlo lo reconoció, igual que Cuervo la había reconocido a ella.
Cuervo vio dilatarse las pupilas de la joven Yaga, vio como su sonrisa se volvía más atrevida y su baile más frenético. Ahora, la joven Yaga solo bailaba para él. Y para Cuervo no había nadie más en el mundo.
Pero fue la risa de Yaga la que le enamoró. Porque la joven Yaga era muy hermosa, mucho más que ninguna, y estaba llena de color, y de calor, y de perfume salvaje, pero, a pesar de todo, no la amó de verdad hasta que no la oyó reír.
Y fue él quien la hizo reír, aquella misma noche, cuando se amaron siguiendo el ritmo frenético de la danza de la joven Yaga.
Desde ese día, no hubo ninguna más para él.
Ahora Cuervo ya no está muy seguro de que Yaga sintiese lo mismo que él. No de la misma manera.
Sabe que ella lo tomó por tonto muchas veces.
Pero Cuervo nunca ha sido un tonto. Puede haber sido muchas cosas. Tramposo, inocente, mentiroso, creador, enamorado. Pero tonto nunca. Jamás.
Ella lo creyó un tonto cuando le regaló el huevo azul, el de color aguamarina, el pedazo de cielo.
Creyó que Cuervo no sabía lo que le estaba dando. Pero él siempre lo supo. Cuervo siempre ha sabido muchas cosas. Muchas más de las que nadie pueda imaginar al verlo. Cuervo fue el primero en llegar, el primero en saber.
Cuando el huevo azul eclosionó, el polluelo resultó ser, en realidad, una minúscula cabaña pintada de colores, que se tambaleaba insegura sobre unas frágiles patas de pajarillo. Yaga cuidó de su cabaña durante mucho tiempo, la alimentó y la mimó hasta que creció lo suficiente para convertirla en su casa. Y, mientras tanto, también ella cambió. Dejó de amar a Cuervo, si es que en realidad alguna vez lo había amado. Y perdió el color, y la risa, y el perfume salvaje. Envejeció rápidamente, al menos a los ojos de Cuervo, que no podía dejar de mirarla desde lejos. Eso fue cuando la gente dejó de creer en la joven Yaga, tan hermosa y alegre, tan llena de magia, de poder, de primavera, y la convirtió en Baba Yaga, la bruja, la oscuridad, el invierno.
Uno no puede evitar que la gente deje de creer en él, se dice Cuervo. Uno no puede evitar cambiar cuando los otros le cambian. No en este lado de las cosas, al menos.
Yaga no pudo.
La convirtieron en la bruja.
Cuervo la observa, ahí abajo, removiendo su apestosa comida, refunfuñando entre dientes como tan a menudo hacen los viejos solitarios, y siente un peso oscuro en el corazón. Él también ha cambiado mucho, desde entonces. Aunque no lo parezca.
Baba Yaga levanta la cabeza y le mira a los ojos. Sonríe, traviesa. Una luz dorada ilumina sus ojos pálidos.
-Hola, pajarraco.
Cuervo grazna una risa.
El claro huele a flores, un perfume salvaje que hace desaparecer el frío, el olor extraño de la comida, el peso de los años.
La vieja Yaga vuelve a canturrear y balancea la cabeza blanca al ritmo de su música.
Cuervo no puede dejar de mirarla.
Después de todo, sigue siendo tan hermosa…

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Un mal día



Una vez Cuervo fue a buscar el sol.
Lo contaba la gente de fuera del Mundo Bosque, al otro lado de las cosas.
Un día, Oso robó el sol, se lo llevó a su cueva, en el norte lejano, y se lo quedó para él, sumiendo al mundo y a los hombres en las tinieblas. Pero Cuervo engañó a Oso, dicen, y devolvió el sol a los hombres. Desde entonces, los inuit lo adoran como a un dios. Porque les trajo la vida. O eso dicen.
Cuervo no está demasiado seguro de todo eso. Se ha inventado tantas historias sobre sí mismo a lo largo de su vida que ya no sabe cuales son verdad y cuales son mentira. Debería preguntárselo a Baba Yaga. En su choza con patas de gallina tiene tres ventanas. Una es verde y enseña lo que es verdad. Otra es roja y enseña lo que es mentira. Y la tercera es azul y enseña lo que no es verdad ni mentira, las cosas que no son y tal vez nunca serán.
Aunque mejor no, se dice Cuervo, inflando las plumas del pescuezo. Con el día que lleva hoy, mejor no acercarse a Baba Yaga. Le diría que su historia solo se ve por la ventana azul, con lo que no le solucionaría nada, porque nunca ha entendido exactamente que es lo que se ve por allí. Y luego, seguramente, acabaría en su olla. Vieja loca...
Cuervo no tiene un buen día. Se ha levantado con resaca. No debió beber tanto anoche. Y además le parece que está pescando un resfriado ¿Y dónde se ha visto un cuervo resfriado? Ridículo...
Cuervo despliega con dificultad las alas, que crujen y protestan, y abandona la rama donde ha pasado la noche y buena parte de la mañana. Con un vuelo tambaleante, busca un claro soleado en el que calentarse los huesos. Está muy bien, el Mundo Bosque. Muy bonito, con todos esos árboles y plantas y criaturas estrafalarias. Y aquí puede permitirse ser él mismo, sin miedo. Pero, ay, esa falta de sol...
En el claro hay retales de nieve crujiente. Es el solsticio de invierno. A lo mejor es por eso que se ha despertado pensando en aquella vez que fue a buscar el sol.
¿O no fue él?
También hay un riachuelo en el claro. Apenas es un hilo de agua casi helada, pero Cuervo se acerca y bebe, despacio.
Una risilla burlona interrumpe sus pensamientos sombríos.
-Vaya pintas ¿Una mala noche?
Cuervo lanza un suspiro de fastidio. Reconocería esa risilla estúpida en cualquier parte.
-Hola, Coyote.
Coyote tiene un aspecto espléndido. El pelo rojizo, brillante como hojas otoñales, la sonrisa blanca, los ojos, como siempre, rebosantes de secretos, de trampas y de planes descabellados.
Siempre que aparece Coyote hay problemas, piensa Cuervo. Lo que me faltaba...
Con un aire casual, Coyote se acerca a beber junto a Cuervo.
-¿Sabes? -dice- Estaba pensando en aquella vez que fui a buscar el sol...
Ya empezamos. Siempre igual. Cada vez que se acerca el invierno, la misma historia. A Coyote le encanta asegurar que fue él quien fue a buscar el sol, y no Cuervo. Incluso hay personas, fuera del Mundo Bosque, que creen que es verdad, y así lo cuentan.
Pero Cuervo está seguro de que es mentira. Un cuento de Coyote, una de sus fanfarronadas. No está seguro de haber sido él quien lo hizo, pero seguro que no fue Coyote.
Coyote siempre ha sido un tramposo.
Y hoy parece que tiene ganas de jugar.
-Vete a la mierda, chucho -dice Cuervo, y vuela hasta una rama baja.
-Vaya, vaya. Estamos nerviosos ¿eh? -y le dirige una sonrisa perruna.
Justo cuando Cuervo empieza a pensar en dejar plantado a ese cánido idiota, una sombra parece cubrir el sol. Hace un día claro y limpio, pero de pronto es como si una mano enorme se hubiese posado sobre el origen de toda luz.
No. Una mano no. Una zarpa. Una garra. La garra de un oso.
Y ahora ya no hay sol. La noche ha caído sin más en el Mundo Bosque. Las estrellas brillan arriba, entre las hojas de los árboles, como ojos lejanos. Los ojos de Coyote brillan abajo, entre el pelaje otoñal, como las estrellas.
Un rugido hace retumbar el mundo cubierto por la oscuridad.
-Ya estamos otra vez -gruñe Cuervo.
-Genial -ríe Coyote- Ahora veremos quien de los dos tenía razón.
Y, antes de que Cuervo se de cuenta, Coyote se aleja corriendo hacia el norte.
Cuervo duda un momento, en su rama. Balancea la cabeza de un lado a otro, pensativo.
Para Coyote, todo es un juego, se dice. Pues bien, vamos a jugar.
Y así empieza la carrera en busca del sol.
Las patas de Coyote son veloces, pero las alas de Cuervo pueden llegar muy lejos, y muy alto, en poco tiempo. Y, aunque aún no está muy seguro de que esa historia que cuentan sea de verdad, cree saber hacia dónde debe volar.
El viento del solsticio es tan helado que cubre de escarcha las plumas oscuras de Cuervo. Cuando al fin llega a la Montaña del Oso tiene el aspecto de alguna luminosa criatura del invierno. Pero él no se siente especialmente luminoso. Se siente helado, y sombrío, y miserable. Y especialmente córvido. Y le duele la cabeza (maldita resaca...)
La Montaña del Oso tiene un aspecto poco acogedor en la oscuridad. Los picos afilados se alzan entre los árboles, cubiertos de nieve y hielo. El viento aúlla como un Coyote.
Pero Coyote aún no ha llegado.
Cuervo sonríe burlón para sí. No hay nada como un buen par de alas para llegar bien lejos.
Arriba, cerca de la cumbre, hay un brillo dorado. Cuervo suspira. No podía ser facilito, no. Por una de esas extrañas leyes que rigen este mundo de cuentos e historias, no se puede subir la Montaña del Oso si no es a pie. Las alas de las que tan orgulloso se siente no le sirven de nada aquí. Y sobre dos patas, la verdad es que Cuervo no es demasiado hábil.
Pero, por lo menos, Coyote no ha llegado aún.
Y puedo hacer un poco de trampa, piensa Cuervo, nadie está mirando. Mis alas no sirven de mucho aquí, pero si un buen par de piernas.
Así que Cuervo toma su aspecto humano, un hombre joven con la piel cobriza y el cabello largo tan negro como una noche sin estrellas. Solo tras sus ojos sigue estando Cuervo.
Flexiona los brazos fuertes, las piernas ágiles. Todo bien. Cada cosa en su sitio. Cuervo trepa por la ladera de la Montaña del Oso, hacia la luz dorada.
Las piedras agudas le hieren las palmas de las manos. El viento helado le muerde la piel desnuda y dibuja figuras de escarcha en su cuerpo. Pero ahí está la luz, y es tan cálida…
La luz se derrama como agua desde la entrada de la cueva. Cuervo se acerca, temblando, agotado, maldiciendo en voz baja. Dentro de la cueva está Oso, solo que esta vez Oso es Osa. Junto a ella dormita un osezno, y ambos están envueltos por la luz cálida del sol robado.
Cuervo empieza a creer que morirá de frío si sigue metido en su piel humana, así que vuelve a ser Cuervo, cubierto de cálidas plumas que ahora parecen de plata escarchada.
Aprovechando el sueño invernal de los osos, Cuervo se desliza en la cueva. La luz está dentro de una caja de cristal, bajo la zarpa de Osa, y se escapa por los bordes, inundando la cueva. Si intenta tocarla, o moverla, Osa se despertará enseguida…
Cuervo decide volver a cambiar de forma. Puede ser muchas cosas, aunque siempre sea Cuervo. Ahora es un abejorro plateado que zumba en la oreja de Osezno hasta hacerlo llorar. Osa abre los ojos y mira preocupada a su cachorro.
-¿Qué tienes, mi cielo? –dice con voz dulce.
Y Cuervo zumba en el oído de Osezno, y el pequeño repite las palabras del ave como si fueran suyas.
-Quiero jugar con la luz del sol.
Osa es una buena madre, cariñosa y atenta, así que abre la cajita y amasa la luz del sol hasta convertirla en una pelotita brillante. Osezno juega un rato con la luz del sol ante la mirada de su madre. Al cabo de un rato se duerme, agotado, entre las patas de Osa, y ella no tarda en dormirse también, dejando la luz a merced de Cuervo.
Cuervo no pierde el tiempo. Rápidamente vuelve a adoptar su forma habitual y toma la luz del sol entre sus garras. Sale disparado de la cueva, sin recordar la inutilidad de unas alas en la Montaña del Oso. No le responden, naturalmente. Es como si se hubiesen convertido en madera. Cuervo cae como una piedra, rueda con estrépito por la ladera de la montaña y a media caída tropieza con algo suave, peludo y rojizo que sube trabajosamente. Coyote y Cuervo caen, un revoltijo de plumas negras, pelo rojo, ladridos, graznidos, escarcha, luz y maldiciones. Una piedra particularmente alta, afilada y dura detiene brusca y dolorosamente la caída. Arriba, en la cueva, resuena un rugido furioso.
Ni Cuervo ni Coyote tienen intención de quedarse a ver lo que pasa después. Coyote corre montaña abajo, hacia los árboles oscuros, más rápido que el mismo viento. Cuervo no piensa quedarse atrás. Se aferra con fuerza a la cola de Coyote, la bola de luz en el pico, aleteando desesperado para mantener el equilibrio.
Es una extraña criatura la que irrumpe en el Mundo Bosque, cuatro patas rojizas, un hocico afilado, alas negras escarchadas y un resplandor solar que la envuelve.
Ahí están, en el mismo claro, jadeando. Justo a tiempo para el solsticio.
Cuervo abre el pico y el sol vuelve a su lugar en el cielo.
Coyote sonríe, una sonrisa perruna y satisfecha.
Cuervo lo mira.
-El año que viene vas tú solo.


domingo, 18 de septiembre de 2011

Camino de Tombuctú


Camino de Tombuctú.
Al levantar la lona bordada que cubre la entrada de la jaima, al amanecer, la veo.
La mujer en el desierto.
Dorada, inmensa.
La mujer de la arena.
Ombligo, muslos, senos. Axilas, vientre, sexo.
Luego el sol continúa su recorrido por los caminos del cielo.
La tierra palidece bajo su luz ardiente.
La mujer del desierto se convierte en arena. Solo arena.
Dunas y valles informes, alejándose de la tienda, del oasis.
Se ha ido.
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Camino de Tombuctú.
El sol rojizo empieza a dorar el borde del mundo, pone un ribete de fuego alrededor de cada jaima, en el campamento dormido.
Alguien alza la lona de una de las tiendas, y mira hacia fuera.
Me mira a mí.
Lo veo.
El hombre del desierto.
El Hombre Azul que cubre su boca impura con un velo.
Quemado por el sol implacable.
Ojos oscuros, manos oscuras, mirada oscura.
Veo mucho más de lo que él podrá imaginar nunca.
Bajo la ropa.
La piel suave de los muslos y los brazos protegidos del sol.
La cicatriz blanca que le recorre el vientre, camino a su rincón más secreto.
El vello rizado del pubis.
El sudor salado de las axilas.
El tacto áspero de las palmas de sus manos.
Sube el sol.
Debo irme ya.
Tiene que ser mío, antes de llegar a Tombuctú.
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La encontramos al mediodía, bajo el sol más implacable.
Dormida.
Dorada.
Inmensa.
Desnuda.
Los pies y las manos teñidos de henna, el pelo negro, largo, que se desliza por la arena como el agua de un río.
Las mujeres se apresuran en cubrir su desnudez inocente, su piel perfecta, sin manchas, ni grietas, ni quemaduras.
Ningún velo consigue cubrir la luz negra de su pelo. Todos los que le ponen se escurren y caen sobre los hombros redondos.
No puedo dejar de mirar las ondas y las curvas de obsidiana líquida que enmarcan y acarician las ondas y las curvas del oro de su cuerpo.
Las mujeres la tratan como a una niña perdida. Ella sonríe y no dice nada.
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Me acogen y me cuidan como a una niña perdida.
Nadie se pregunta de donde he salido.
Nadie se da cuenta de que, aunque hace días que no sopla el viento, no había ni una sola huella a mi alrededor, cuando me encontraron.
Creo que él si se ha dado cuenta. Pero no dice nada.
Las mujeres piadosas me miman, me visten con telas suaves de vivos colores, me dan agua y alimentos. Quieren llamarme Fátima, como la hija del profeta, pero él les dice que me llamo Dassina. No es verdad, pero me gusta mucho más ese nombre, así que me quedo con él.
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Las mujeres del campamento la tratan como a una pobre niña idiota, con una mezcla de cariño y superioridad.
Dassina les sonríe, y hace lo que le mandan.
Va a sacar agua del pozo, en el oasis.
Alimenta a los camellos.
Amasa el pan.
Por la mañana, mientras amanece, se sienta sola en la entrada de la jaima de las mujeres y despacio, muy despacio, va peinando su río de obsidiana, indomable e indomado, mientras murmura algo parecido a una canción con esa extraña voz ronca.
Se viste solo porque las demás mujeres también lo hacen.
Pero nunca se cubre los cabellos.
La he mirado a los ojos.
Son negros y dorados a la vez.
No son los ojos de una niña idiota.
Son los ojos más sabios que he visto nunca.
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Me gusta mi nueva envoltura.
Más que ninguna de las que he tomado hasta ahora.
Mi cuerpo es grande, jugoso y fresco. No me siento oprimida dentro de él.
Ahora soy alta, dorada, hermosa.
Por la noche, a solas, exploro cada uno de los detalles de mi nuevo cuerpo, con los ojos, con los dedos.
Mis piernas son columnas torneadas y firmes. Los muslos gruesos se rozan el uno con el otro, las caderas amplias y generosas, que se balancean rítmicamente al andar.
Ando con música. Sobre todo al pasar junto a él.
Me deslizo como el agua.
Me gusta mi cuerpo, nuevo y fresco.
El vientre redondo, el valle de mi ombligo, los senos grandes que tiemblan cuando me río.
Me gusta mi piel dorada. Y las manos de dedos largos y hábiles, pintadas de henna. Y el vello oscuro, rizado y áspero que cubre mi sexo.
Y ese olor salvaje que no he conseguido disimular. Mi olor animal.
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Se desliza como el agua...
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Me muevo a su alrededor, siempre cerca. Dejo que me mire cuando me peino por la mañana, y cuando me lavo en la fuente, en el oasis y el vestido se desliza accidentalmente dejando al descubierto un pecho dorado, un pezón oscuro.
Le rozo sin querer.
Le envuelvo en mi aroma animal y salado.
Por la noche, junto a la hoguera, bailo una danza de vida, solo para él.
Ando con música.
Me deslizo como el agua.
Y no puedo evitar reír cuando veo el resultado de mis argucias bajo su túnica.
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Está en todas partes.
No puedo dejar de mirarla.
No quiero dejar de mirarla.
Dassina muele el grano, y cada partícula de su carne dorada y generosa se estremece.
Dassina amasa el pan blanco que solo ella sabe hacer, blanco como la piel de las mujeres más bellas. Pero su piel es dorada como la arena, como la corteza del pan, y es hermosa.
Dassina hunde los brazos desnudos en la masa cruda, la golpea, la estira, la acaricia, la transforma. Todo su cuerpo se balancea al ritmo del amasado, y yo quiero ser masa cruda en sus manos.
Dassina baila a la luz cambiante del fuego, una danza extraña y sensual, sin más música que la suya propia. Se mueven las piernas torneadas, se balancean caderas y senos, y hasta el mismo aire vibra a su alrededor, como un espejismo de agua en la superficie del desierto.
Dassina me roza al pasar, me envuelve en una ola caliente de cabellos negros y perfume salvaje.
Dassina huele a arena, y a sol. Huele a almizcle, y a polvo, y a algo que no puedo explicar.
Es ese algo lo que no me deja dormir.
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La primera vez será rápido.
Mío, pronto.
Estoy cansada de esperar.
Cuando lo miro, una urgencia extraña se apodera de mí. Nunca había sentido esto antes.
Quiero quitarle el velo que le cubre la boca. Quiero ver sus labios. Quiero recorrer la cicatriz blanca con los dedos, con la boca, hasta su centro.
Quiero mordisquear y lamer y besar cada centímetro de su piel, la línea tensa que une la base de su oreja con la clavícula, los pezones negros y dulces como uvas pasas.
Quiero aprisionarlo entre mis piernas, y no dejarlo ir nunca.
Quiero...
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La primera vez es rápido.
Dassina levanta la lona de la jaima y entra sin preguntar, despreocupada, alegre.
Me mira.
Mira alrededor: los cojines esparcidos, la bandeja de dátiles, el té de menta humeante.
Tras ella tiemblan las estrellas en el terciopelo negro de la noche.
Yo también tiemblo.
Deja caer la lona.
Deja caer el vestido.
En la oscuridad, su cuerpo magnífico brilla con una luz dorada.
La piel húmeda, los ojos ansiosos, los labios entreabiertos.
Avanza los largos dedos hábiles, aparta mi ropa, busca, toma, acaricia, lame.
Como la masa cruda, en sus manos.
Es rápido, esta vez.
La tomo apresuradamente, entro en ella, y, mientras, ella ríe. Y se ofrece, inmensa, generosa. Como una fruta abierta, jugosa y húmeda.
Me pierdo dentro de ella.
Me la bebo a largas y ansiosas bocanadas.
No.
Es ella la que, entre risas y gritos de placer, me está devorando.
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Ha sido rápido.
Y aún así, nunca había sentido nada igual. Tantos siglos, tantos hombres devorados en la arena caliente, tanto placer. Y solo ahora, hoy, después del sexo apresurado, me siento realmente viva.
Y saciada.
Y llena.
Había pensado irme después de esta noche. Había pensado dejarlo solo en la tienda, desaparecer, llevarme su alma conmigo. Guardar su esencia en una cajita lacada y ponerla junto a las otras. Las de los otros hombres que he devorado.
No lo haré. Lo quiero entero. Quiero devorarlo noche tras noche, llenarme de él, quiero arrancarle la ropa a mordiscos, quiero reír con él, quiero mezclarme con él, su sudor, sus lágrimas, hasta quedar saciada de nuevo. Una vez y otra.
Quiero fundirme en su cuerpo.
Quiero ser suya, como él es mío, ahora.
Quedan diez días de camino hasta Tombuctú.
No, no me iré. Al menos de momento.
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Las mujeres están hablando de Dassina, y al oír su nombre siento una repentina ola de calor, y me alegro de llevar el velo cubriéndome la cara.
Mientras finjo cepillar a mi camello, escucho lo que dicen. Porque ahora, incluso su nombre me huele a almizcle y a desierto.
Se preguntan de dónde ha salido. Quién es. Porqué no se cubre los cabellos como las otras mujeres. Porqué la ropa parece estar de más, cuando ella se la pone.
Murmuran, y hablan, y cuchichean. Palabras sueltas, ideas absurdas. Que alguien la abandonó en el desierto para que muriese. Que es un demonio que Alá ha enviado para confundirnos y tentarnos. Que es un ángel, inocente y pura, que Alá ha enviado para bendecirnos. Una hija del desierto. Una extranjera perdida. Un alma en pena.
- Ifrit- susurra alguien.
Y se hace un silencio extraño y denso en todo el campamento...
- Ifrit.
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El día es de las mujeres piadosas que me miran con desconfianza y me envían a hacer los trabajos más duros y desagradecidos.
La noche es mía.
La noche siempre ha sido de mi gente.
Diez noches hasta llegar a Tombuctú.
Diez noches con él.
Despacio, ahora. Sin prisas. Noche, tras noche, tras noche...
- Dassina...-dice él, y mi nombre en su boca oculta me produce un escalofrío de placer, un anticipo del roce de sus manos ásperas sobre la piel desnuda.
- Dassina...-dice él, y descubro que me ha hecho suya.
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Viene a mí, cada noche.
Solo una palabra ronca en sus labios al encontrarnos.
- Habib...
Mi amado...
Despacio, ahora.
Busco los lugares secretos bajo su ropa. Exploro los rincones prohibidos de su cuerpo perfecto y extraño a la vez.
Cada noche descubro la pasión, la vida, la magia, como si fuese la primera vez.
Y ella ríe, y gime, y se estremece con el contacto de mis manos, de mi boca, de mi sexo.
Y noche tras noche volvemos a empezar.
Y ella danza para mí, mi Dassina, mientras se quita la ropa, y ríe.
Y me recorre entero con los labios, con la lengua áspera como la de un gato, y ríe.
Y me aprisiona, me monta, me agota, y ríe.
Y cuando los dos, exhaustos, desnudos, nos tendemos a descansar al fin en los suaves cojines bordados o en la arena fría de la noche del desierto, yo le digo que la quiero.
Y Dassina ríe.
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Danzo para él, cada noche.
Le alimento con las frutas más dulces, uvas, dátiles y granadas.
Le doy de beber té caliente, aromático de menta, y el agua helada de los pozos más oscuros del desierto.
Danzo para él, cada noche, mientras me quito la ropa.
Le alimento con la fruta abierta de mi cuerpo.
Le doy de beber los fluidos de mi nueva envoltura.
Y él, a cambio, me lo da todo. Se ofrece entero, se deja devorar, una vez y otra vez más. Entra en mí, se hace parte de mí, me hago parte de él, y ya solo somos uno.
Un solo grito de placer puro, al final.
Y la risa.
Cuando todo acaba, cuando caemos rendidos en el suelo tapizado de cojines y alfombras, o en la arena oscura, nos queda la risa.
Mi amado me mira maravillado cuando río. Y él también ríe, abiertamente, a carcajadas, con todo el cuerpo.
Con la boca abierta.
Mi amado ya no oculta la boca.
Porque ahora su boca ya no es impura.
Es mía. Y es hermosa.
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Mañana llegamos a Tombuctú.
Dassina lleva todo el día ausente, extraña. Pero al caer la noche vuelve a entrar en mi tienda, como siempre.
- Habib- dice. Y ríe, una risa de dientes blancos y aliento de especias.
Y se acerca, deslizándose como agua, y me toma las manos y las introduce bajo sus ropas, sobre los senos redondos y suaves y blandos, como masa de pan dispuesta a ser amasada. Y se ríe al ver como mi cuerpo reacciona ante su contacto.
Hacemos el amor, una vez y otra, sin descanso, sin aliento, durante toda la noche.
Hoy Dassina, mi Dassina dorada, ama de una forma casi desesperada.
Agotado, durante un instante creo que voy a morir con el próximo grito, atrapado entre sus muslos poderosos, magníficos.
Pero que muerte más dulce sería esa, envuelto en su perfume animal...
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Cuando mi amado despierte, ya no estaré aquí.
No puedo entrar en Tombuctú.
Mi camino acaba aquí.
A mi gente no le sientan bien las ciudades, aunque sean tan hermosas como la hermosa Tombuctú.
Podría haberlo obligado a venir conmigo. Se habría arrastrado a mis pies como un perrito. Podría haber devorado su voluntad, y su alma, y haberlo convertido en un triste cascarón vacío. Y cuando me hubiese cansado de él, lo habría dejado solo, hueco, sin voluntad, en el desierto vacío, donde habría vagado sin esperanza hasta la muerte.
Podría habérselo llevado a mi padre, para que lo engullese. Le habría hecho desaparecer de tal manera que sería como si nunca hubiese existido.
Se lo podía haber ofrecido a mis ardientes hermanos, que lo habrían convertido en un puñado de cenizas esparcidas por el viento.
Podría...
Podría amarlo para siempre.
Recorrer un millón de veces la cicatriz blanca de su vientre, rumbo al lugar más escondido.
Cuando mi amado despierte, ya no estaré aquí.
No puedo entrar en Tombuctú.
Pero le estaré esperando, cuando vuelva.
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Cuando despierto, Dassina ya no está aquí.
Y, por alguna razón, no me sorprende.
- Ifrit- murmuran las mujeres- Ifrit.
No las escucho. Ni les hago caso cuando sueltan exclamaciones de sorpresa al ver mi rostro sin el velo.
Hoy entramos en Tombuctú.
Se que Dassina me estará esperando, cuando vuelva...