domingo, 18 de septiembre de 2011

Camino de Tombuctú


Camino de Tombuctú.
Al levantar la lona bordada que cubre la entrada de la jaima, al amanecer, la veo.
La mujer en el desierto.
Dorada, inmensa.
La mujer de la arena.
Ombligo, muslos, senos. Axilas, vientre, sexo.
Luego el sol continúa su recorrido por los caminos del cielo.
La tierra palidece bajo su luz ardiente.
La mujer del desierto se convierte en arena. Solo arena.
Dunas y valles informes, alejándose de la tienda, del oasis.
Se ha ido.
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Camino de Tombuctú.
El sol rojizo empieza a dorar el borde del mundo, pone un ribete de fuego alrededor de cada jaima, en el campamento dormido.
Alguien alza la lona de una de las tiendas, y mira hacia fuera.
Me mira a mí.
Lo veo.
El hombre del desierto.
El Hombre Azul que cubre su boca impura con un velo.
Quemado por el sol implacable.
Ojos oscuros, manos oscuras, mirada oscura.
Veo mucho más de lo que él podrá imaginar nunca.
Bajo la ropa.
La piel suave de los muslos y los brazos protegidos del sol.
La cicatriz blanca que le recorre el vientre, camino a su rincón más secreto.
El vello rizado del pubis.
El sudor salado de las axilas.
El tacto áspero de las palmas de sus manos.
Sube el sol.
Debo irme ya.
Tiene que ser mío, antes de llegar a Tombuctú.
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La encontramos al mediodía, bajo el sol más implacable.
Dormida.
Dorada.
Inmensa.
Desnuda.
Los pies y las manos teñidos de henna, el pelo negro, largo, que se desliza por la arena como el agua de un río.
Las mujeres se apresuran en cubrir su desnudez inocente, su piel perfecta, sin manchas, ni grietas, ni quemaduras.
Ningún velo consigue cubrir la luz negra de su pelo. Todos los que le ponen se escurren y caen sobre los hombros redondos.
No puedo dejar de mirar las ondas y las curvas de obsidiana líquida que enmarcan y acarician las ondas y las curvas del oro de su cuerpo.
Las mujeres la tratan como a una niña perdida. Ella sonríe y no dice nada.
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Me acogen y me cuidan como a una niña perdida.
Nadie se pregunta de donde he salido.
Nadie se da cuenta de que, aunque hace días que no sopla el viento, no había ni una sola huella a mi alrededor, cuando me encontraron.
Creo que él si se ha dado cuenta. Pero no dice nada.
Las mujeres piadosas me miman, me visten con telas suaves de vivos colores, me dan agua y alimentos. Quieren llamarme Fátima, como la hija del profeta, pero él les dice que me llamo Dassina. No es verdad, pero me gusta mucho más ese nombre, así que me quedo con él.
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Las mujeres del campamento la tratan como a una pobre niña idiota, con una mezcla de cariño y superioridad.
Dassina les sonríe, y hace lo que le mandan.
Va a sacar agua del pozo, en el oasis.
Alimenta a los camellos.
Amasa el pan.
Por la mañana, mientras amanece, se sienta sola en la entrada de la jaima de las mujeres y despacio, muy despacio, va peinando su río de obsidiana, indomable e indomado, mientras murmura algo parecido a una canción con esa extraña voz ronca.
Se viste solo porque las demás mujeres también lo hacen.
Pero nunca se cubre los cabellos.
La he mirado a los ojos.
Son negros y dorados a la vez.
No son los ojos de una niña idiota.
Son los ojos más sabios que he visto nunca.
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Me gusta mi nueva envoltura.
Más que ninguna de las que he tomado hasta ahora.
Mi cuerpo es grande, jugoso y fresco. No me siento oprimida dentro de él.
Ahora soy alta, dorada, hermosa.
Por la noche, a solas, exploro cada uno de los detalles de mi nuevo cuerpo, con los ojos, con los dedos.
Mis piernas son columnas torneadas y firmes. Los muslos gruesos se rozan el uno con el otro, las caderas amplias y generosas, que se balancean rítmicamente al andar.
Ando con música. Sobre todo al pasar junto a él.
Me deslizo como el agua.
Me gusta mi cuerpo, nuevo y fresco.
El vientre redondo, el valle de mi ombligo, los senos grandes que tiemblan cuando me río.
Me gusta mi piel dorada. Y las manos de dedos largos y hábiles, pintadas de henna. Y el vello oscuro, rizado y áspero que cubre mi sexo.
Y ese olor salvaje que no he conseguido disimular. Mi olor animal.
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Se desliza como el agua...
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Me muevo a su alrededor, siempre cerca. Dejo que me mire cuando me peino por la mañana, y cuando me lavo en la fuente, en el oasis y el vestido se desliza accidentalmente dejando al descubierto un pecho dorado, un pezón oscuro.
Le rozo sin querer.
Le envuelvo en mi aroma animal y salado.
Por la noche, junto a la hoguera, bailo una danza de vida, solo para él.
Ando con música.
Me deslizo como el agua.
Y no puedo evitar reír cuando veo el resultado de mis argucias bajo su túnica.
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Está en todas partes.
No puedo dejar de mirarla.
No quiero dejar de mirarla.
Dassina muele el grano, y cada partícula de su carne dorada y generosa se estremece.
Dassina amasa el pan blanco que solo ella sabe hacer, blanco como la piel de las mujeres más bellas. Pero su piel es dorada como la arena, como la corteza del pan, y es hermosa.
Dassina hunde los brazos desnudos en la masa cruda, la golpea, la estira, la acaricia, la transforma. Todo su cuerpo se balancea al ritmo del amasado, y yo quiero ser masa cruda en sus manos.
Dassina baila a la luz cambiante del fuego, una danza extraña y sensual, sin más música que la suya propia. Se mueven las piernas torneadas, se balancean caderas y senos, y hasta el mismo aire vibra a su alrededor, como un espejismo de agua en la superficie del desierto.
Dassina me roza al pasar, me envuelve en una ola caliente de cabellos negros y perfume salvaje.
Dassina huele a arena, y a sol. Huele a almizcle, y a polvo, y a algo que no puedo explicar.
Es ese algo lo que no me deja dormir.
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La primera vez será rápido.
Mío, pronto.
Estoy cansada de esperar.
Cuando lo miro, una urgencia extraña se apodera de mí. Nunca había sentido esto antes.
Quiero quitarle el velo que le cubre la boca. Quiero ver sus labios. Quiero recorrer la cicatriz blanca con los dedos, con la boca, hasta su centro.
Quiero mordisquear y lamer y besar cada centímetro de su piel, la línea tensa que une la base de su oreja con la clavícula, los pezones negros y dulces como uvas pasas.
Quiero aprisionarlo entre mis piernas, y no dejarlo ir nunca.
Quiero...
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La primera vez es rápido.
Dassina levanta la lona de la jaima y entra sin preguntar, despreocupada, alegre.
Me mira.
Mira alrededor: los cojines esparcidos, la bandeja de dátiles, el té de menta humeante.
Tras ella tiemblan las estrellas en el terciopelo negro de la noche.
Yo también tiemblo.
Deja caer la lona.
Deja caer el vestido.
En la oscuridad, su cuerpo magnífico brilla con una luz dorada.
La piel húmeda, los ojos ansiosos, los labios entreabiertos.
Avanza los largos dedos hábiles, aparta mi ropa, busca, toma, acaricia, lame.
Como la masa cruda, en sus manos.
Es rápido, esta vez.
La tomo apresuradamente, entro en ella, y, mientras, ella ríe. Y se ofrece, inmensa, generosa. Como una fruta abierta, jugosa y húmeda.
Me pierdo dentro de ella.
Me la bebo a largas y ansiosas bocanadas.
No.
Es ella la que, entre risas y gritos de placer, me está devorando.
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Ha sido rápido.
Y aún así, nunca había sentido nada igual. Tantos siglos, tantos hombres devorados en la arena caliente, tanto placer. Y solo ahora, hoy, después del sexo apresurado, me siento realmente viva.
Y saciada.
Y llena.
Había pensado irme después de esta noche. Había pensado dejarlo solo en la tienda, desaparecer, llevarme su alma conmigo. Guardar su esencia en una cajita lacada y ponerla junto a las otras. Las de los otros hombres que he devorado.
No lo haré. Lo quiero entero. Quiero devorarlo noche tras noche, llenarme de él, quiero arrancarle la ropa a mordiscos, quiero reír con él, quiero mezclarme con él, su sudor, sus lágrimas, hasta quedar saciada de nuevo. Una vez y otra.
Quiero fundirme en su cuerpo.
Quiero ser suya, como él es mío, ahora.
Quedan diez días de camino hasta Tombuctú.
No, no me iré. Al menos de momento.
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Las mujeres están hablando de Dassina, y al oír su nombre siento una repentina ola de calor, y me alegro de llevar el velo cubriéndome la cara.
Mientras finjo cepillar a mi camello, escucho lo que dicen. Porque ahora, incluso su nombre me huele a almizcle y a desierto.
Se preguntan de dónde ha salido. Quién es. Porqué no se cubre los cabellos como las otras mujeres. Porqué la ropa parece estar de más, cuando ella se la pone.
Murmuran, y hablan, y cuchichean. Palabras sueltas, ideas absurdas. Que alguien la abandonó en el desierto para que muriese. Que es un demonio que Alá ha enviado para confundirnos y tentarnos. Que es un ángel, inocente y pura, que Alá ha enviado para bendecirnos. Una hija del desierto. Una extranjera perdida. Un alma en pena.
- Ifrit- susurra alguien.
Y se hace un silencio extraño y denso en todo el campamento...
- Ifrit.
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El día es de las mujeres piadosas que me miran con desconfianza y me envían a hacer los trabajos más duros y desagradecidos.
La noche es mía.
La noche siempre ha sido de mi gente.
Diez noches hasta llegar a Tombuctú.
Diez noches con él.
Despacio, ahora. Sin prisas. Noche, tras noche, tras noche...
- Dassina...-dice él, y mi nombre en su boca oculta me produce un escalofrío de placer, un anticipo del roce de sus manos ásperas sobre la piel desnuda.
- Dassina...-dice él, y descubro que me ha hecho suya.
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Viene a mí, cada noche.
Solo una palabra ronca en sus labios al encontrarnos.
- Habib...
Mi amado...
Despacio, ahora.
Busco los lugares secretos bajo su ropa. Exploro los rincones prohibidos de su cuerpo perfecto y extraño a la vez.
Cada noche descubro la pasión, la vida, la magia, como si fuese la primera vez.
Y ella ríe, y gime, y se estremece con el contacto de mis manos, de mi boca, de mi sexo.
Y noche tras noche volvemos a empezar.
Y ella danza para mí, mi Dassina, mientras se quita la ropa, y ríe.
Y me recorre entero con los labios, con la lengua áspera como la de un gato, y ríe.
Y me aprisiona, me monta, me agota, y ríe.
Y cuando los dos, exhaustos, desnudos, nos tendemos a descansar al fin en los suaves cojines bordados o en la arena fría de la noche del desierto, yo le digo que la quiero.
Y Dassina ríe.
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Danzo para él, cada noche.
Le alimento con las frutas más dulces, uvas, dátiles y granadas.
Le doy de beber té caliente, aromático de menta, y el agua helada de los pozos más oscuros del desierto.
Danzo para él, cada noche, mientras me quito la ropa.
Le alimento con la fruta abierta de mi cuerpo.
Le doy de beber los fluidos de mi nueva envoltura.
Y él, a cambio, me lo da todo. Se ofrece entero, se deja devorar, una vez y otra vez más. Entra en mí, se hace parte de mí, me hago parte de él, y ya solo somos uno.
Un solo grito de placer puro, al final.
Y la risa.
Cuando todo acaba, cuando caemos rendidos en el suelo tapizado de cojines y alfombras, o en la arena oscura, nos queda la risa.
Mi amado me mira maravillado cuando río. Y él también ríe, abiertamente, a carcajadas, con todo el cuerpo.
Con la boca abierta.
Mi amado ya no oculta la boca.
Porque ahora su boca ya no es impura.
Es mía. Y es hermosa.
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Mañana llegamos a Tombuctú.
Dassina lleva todo el día ausente, extraña. Pero al caer la noche vuelve a entrar en mi tienda, como siempre.
- Habib- dice. Y ríe, una risa de dientes blancos y aliento de especias.
Y se acerca, deslizándose como agua, y me toma las manos y las introduce bajo sus ropas, sobre los senos redondos y suaves y blandos, como masa de pan dispuesta a ser amasada. Y se ríe al ver como mi cuerpo reacciona ante su contacto.
Hacemos el amor, una vez y otra, sin descanso, sin aliento, durante toda la noche.
Hoy Dassina, mi Dassina dorada, ama de una forma casi desesperada.
Agotado, durante un instante creo que voy a morir con el próximo grito, atrapado entre sus muslos poderosos, magníficos.
Pero que muerte más dulce sería esa, envuelto en su perfume animal...
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Cuando mi amado despierte, ya no estaré aquí.
No puedo entrar en Tombuctú.
Mi camino acaba aquí.
A mi gente no le sientan bien las ciudades, aunque sean tan hermosas como la hermosa Tombuctú.
Podría haberlo obligado a venir conmigo. Se habría arrastrado a mis pies como un perrito. Podría haber devorado su voluntad, y su alma, y haberlo convertido en un triste cascarón vacío. Y cuando me hubiese cansado de él, lo habría dejado solo, hueco, sin voluntad, en el desierto vacío, donde habría vagado sin esperanza hasta la muerte.
Podría habérselo llevado a mi padre, para que lo engullese. Le habría hecho desaparecer de tal manera que sería como si nunca hubiese existido.
Se lo podía haber ofrecido a mis ardientes hermanos, que lo habrían convertido en un puñado de cenizas esparcidas por el viento.
Podría...
Podría amarlo para siempre.
Recorrer un millón de veces la cicatriz blanca de su vientre, rumbo al lugar más escondido.
Cuando mi amado despierte, ya no estaré aquí.
No puedo entrar en Tombuctú.
Pero le estaré esperando, cuando vuelva.
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Cuando despierto, Dassina ya no está aquí.
Y, por alguna razón, no me sorprende.
- Ifrit- murmuran las mujeres- Ifrit.
No las escucho. Ni les hago caso cuando sueltan exclamaciones de sorpresa al ver mi rostro sin el velo.
Hoy entramos en Tombuctú.
Se que Dassina me estará esperando, cuando vuelva...






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