Me gustan mis manos.
No hay muchas partes de mi cuerpo que me gusten. Tal vez la cicatriz. Pero, desde luego, me gustan mis manos. Son manos finas, delicadas, con dedos largos. Manos de pianista, o de violinista. Sólo que mis manos no saben nada de pianos o de violines.
Saben de lápices y de bolígrafos. Saben de agujas de ganchillo, de colores, de pinturas y de pinceles.
Mis manos saben de plastilina, de tizas y rotuladores. Saben de lágrimas y de caricias. Y de risas, y de dolor...
Saben volar como los pájaros, y saben de mares y de libertad.
Son bonitas, mis manos. Con sus manchas, sus señales, sus grietas y sus cicatrices. Son aún más bonitas cuando me duelen, o cuando tienen las uñas pintadas de plastilina verde, o cuando se adornan con manchas de tinta y pintura.
Me gustan mis manos porque saben hacer cosas. Eso es lo que más me gusta de ellas. Me gusta que sepan pintar, aunque a veces no pinten lo que yo quiero, y que sepan escribir, aunque a veces sus palabras no sean las mías. Y es que mis manos tienen sus propias ideas. Me gusta tener manos que piensan.
Mis manos son libres, y me gusta que lo sean. Me gusta dejarlas volar.
Me gusta tener manos que vuelan. En realidad, eso es lo que más me gusta de mis manos. Que, al final, son como yo. Un poco libres. Un poco anárquicas. Un poco piratas. Manos marineras, que quieren navegar. A veces siento el mar en las manos. Las olas, el aire salado, el sol. La libertad. Mis manos quieren irse. De vez en cuando.
Otras veces, prefieren quedarse y hacer esas cosas que tanto les gustan, que tan bien saben hacer. Cuadros y cuentos. Bufandas y muñecos. Pan y galletas. Risas y caricias.
Como me gusta tener manos que saben reír.
Cuanto me gusta tener manos que saben acariciar...
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